Por Alan Castro
En aquellos tiempos, el abonado de la temporada era una fotografía familiar a la que cada año acudíamos a tomarnos la foto, entusiasmados para disfrutar del buen béisbol de la Liga Mexicana del Pacífico y de los aguerridos Mayos de Navojoa. Cada juego al que asistíamos le iban haciendo un agujero a la papeleta enmicada, por lo cual al final del rol regular terminábamos con una tarjeta toda agujerada que, aun con sus vacíos, era siempre un bonito recuerdo familiar.
Y es que no puedo pensar en los Mayos de Navojoa sin recordar a mi familia, ya sea cruzando los dedos en la sala de mi casa escuchando en la radio al Toño Ortega o bien, pelando y comiendo cacahuates con mi papá en las gradas, arribita de la primera. Siendo un niño aficionado, no había en mi vida algo más majestuoso que ir subiendo la rampa del Manuel “Ciclón” Echeverría y ver ese enorme campo verde recién regado, oler la tierra mojada y escuchar el murmullo de la afición que ya calentaba garganta.
Los gritos al ampayer, las porras de apoyo al equipo y los personajes, ¡qué personajes!, el “callo loco” vendiendo boletos para la quiniela, el cubetero siempre oportuno apareciendo justo cuando alguien chiflaba, y el Pollo de San Diego, sí, era el Pollo de San Diego.
Aún se me enchina la piel al recordar cuando el sonido local presentaba al shortstop del equipo, Remigio “El Prodigio” Díaz, “Échale Vampiro” sonaba a todo volumen en las bocinas tronadas del estadio y la gente se ponía a mover la cabeza al ritmo de “Me Vale” de Maná. El sereno otoñal en el valle del mayo y la humedad de Navojoa se combinaban para impregnar de polvo lodoso las butacas del Ciclón; tenías que darle doble “trapazo” para limpiar donde te ibas a sentar, siempre y cuando no te tocara el frío cemento.
Me acuerdo que algunas veces me dejaron ir al estadio con mi primo “el Chapo” y los vecinos del barrio; nos íbamos caminando escuchando el sonido del estadio y guiándonos por las luces de las viejas candilejas con enormes focos de bulbos que nunca cambiaron. En esas escapadas sin la supervisión de mi papá, me atrevía a entrar a “sombra” cuando pagábamos “bleacher”, luego nos brincábamos la barda a “preferencia”, porque así podríamos estar más cerca del bullpen de los Mayos y pedirle al batboy una pelota que le sobrara.
Claro que el Dante Lugo nunca nos dio absolutamente nada, era más probable pelear una pelota en bleacher después de un jonrón o rogarle a un jardinero la bola después de un elevado que fuera el tercer out. Por cierto, tampoco nunca tuve una de esas pelotas.
Ya cuando estaba un poco más grande, me tocó la llegada del Pollo Layo, una mascota muy peculiar, con su humor picante y gran carisma rápidamente se ganó a la afición de Navojoa. La gente le seguía el rollo, bailaban y se peleaban con él, era verdaderamente un fenómeno.
Cuando estaba en la prepa, ubicada a solamente 500 metros del estadio, era común llegar de pasada y esperar la séptima entrada para que abrieran las puertas y no pagar boleto, que por cierto, en la famosa fatídica séptima entrada nunca pasaba nada.
Y qué les puedo decir de la temporada 99-2000, los Mayos de Navojoa se convertían en los campeones del nuevo milenio: Zazueta, McBride, Chevalier, los Castañeda, Remigio Díaz y, por supuesto, Morgan Burkhart, todos comandados por el buen Lorenzo Bundy. ¡Qué peloteros! Cómo nos hicieron sufrir todos los noventa para culminar con ese campeonato, que aunque todos decían que como siempre el Víctor Cuevas los iba a vender, ganaron los cuatro juegos al hilo, ni más ni menos que a los Naranjeros de Hermosillo.
Esos fueron días felices de béisbol, pero luego vinieron muchas noches grises. A los pocos años tuve que dejar Navojoa para venirme a estudiar a Hermosillo y cuando regresaba a casa, en la sección deportiva del periódico de papá siempre estaban los Mayos en el sótano del standing.
Una vez, con el pelón y mis amigos de la prepa regresamos al Ciclón, nos fuimos hasta arriba de las gradas, donde truena la lámina con los faul, era totalmente otro ambiente, otras personas y creo que hasta el “callo loco” ya tenía prohibida la entrada al estadio.
De pronto un “vamos Mayos” se empezó a murmurar, “vamos Mayos, Mayos vamos”, cada vez más rápido y cada vez más fuerte, “vamos Mayos, Mayos vamos”, se empezó a generar otra atmósfera, “vamos Mayos, Mayos vamos”, comenzó a gritar la gente, “vamos Mayos, Mayos vamos”, entre gritos, aplausos y matracas explotó totalmente el ambiente.
Ese es el más reciente recuerdo que tengo del estadio Manuel “Ciclón” Echeverría, y posiblemente sea el último, ya que esta semana las autoridades de la liga confirmaron que los Mayos de Navojoa cambiarán de sede, es decir, se mudarán de Navojoa a Tucson, Arizona.
Claro que el Víctor Cuevas no vendió la franquicia, pues cómo iba a dejar ir “al pollo” de los huevos de oro, si no se la vendió a la Tecate en los noventa cuando estaba a todo dar, hoy que ha dejado caer al equipo y al estadio, lo que quiere es seguir privilegiando el negocio.
Como siempre lo ha hecho, pues cualquiera puede deducir que efectivamente se vendieron varios campeonatos, o cómo te puedes explicar que los Mayos son el máximo subcampeón de la liga, es decir, el equipo que a más finales ha llegado y que más finales ha perdido.
Hoy perdieron de nueva cuenta, pero ahora una afición siempre fiel, que ciertamente se fue decepcionada y abandonada no al equipo, sino a la directiva; hoy volvieron a perder los Mayos de Navojoa, pero esperemos que esto no sea otra final más, sino un “volveremos pronto”.
Y parafraseando a uno de los grandes peloteros en la historia, Babe Ruth, “es difícil derrotar a un equipo que nunca se rinde”, ese tipo de equipo eran los Mayos de Navojoa y sobre todo su afición. Gracias por los días felices de béisbol.